sábado, 5 de febrero de 2011

Capítulo 9

Rojo
Por Alejandro Ibarra, autor del final ganador del concurso.




Román le soltó la mano y se quedó en el sitio.
-Disculpa no es lo que tú piensas no te quise engañar nunca –dijo.


Juliana no entendía qué pasaba y sólo se veía su mano.


-Supongo que mereces una explicación -dijo Román- En realidad este lunar me lo tatué hace unas semanas cuando vi que tú tenías uno, como una manera de tener algo que nos uniera a los dos.


Juliana  fue separándose poco a poco al ver que aquel muchacho dulce se iba transformando, sus ojos no podían mantener la mirada fija, un pestañeo extraño se hizo presente en su rostro y se notaba distante, como si no estuviera allí.


Ella intentó pararse e irse: “Tranquilo no pasó nada, olvidemos que todo esto pasó” pero él la agarró fuerte por la muñeca saliendo del letargo en que se encontraba y la obligó a sentarse, jalándola con su mano izquierda, mientras llevaba su mano derecha al bolsillo.


Al ver que aquel muchacho dulce que había conocido en internet se transformó en algo que ni el mismo parecía reconocer, Juliana grito “¡Auxilio!”.


Fue un grito aterrador que sólo fue opacado por el disparo que lo siguió y que para ella se extinguió en un susurro: “Somos uno sólo”, le dijo Román al oído.


Luego se escuchó otra detonación y Román cayó a su lado.


Mientras perdía el conocimiento despacio Juliana sólo pensaba: “Es muy temprano para irme, aun me faltan muchos amaneceres que ver, y conocer a mi…”

sábado, 29 de enero de 2011

¡Tenemos un ganador!

El concurso de El Arcoiris de Juliana tiene un ganador, se trata de Alejandro Ibarra, quien escribió un final para nuestra historia, compitió con otros dos escritores amateurs y resultó favorecido por el jurado calificador. Próximamente el final de esta historia estará aquí. Espéralo

martes, 12 de octubre de 2010

El Arcoiris de Juliana


Muchas veces nos sentamos a pensar dónde está nuestra media naranja, nos cuestionamos si estamos buscando en el cesto equivocado o si la tuvimos en nuestras manos y la perdimos.
Juliana, la protagonista de esta historia, está en la búsqueda de ese ser que acabe con su "incompletud". Su amiga Carmen y La Turca la enseñarán a comprender las señales del universo hasta encontrarse frente a su destino. 
El Arcoiris de Juliana es un cuento largo o novela corta, escrita gracias al estímulo y soporte de Joaquín Pereira y su Taller de Escritura Creativa, que se propone incorporar a los cyberlectores de un modo inesperado en su desenlace.


¡Te invito a leerla, y si te atreves, a escribir a cuatro manos el desenlace!

Maru Morales
Octubre, 2010

Capítulo 1

Café

-¿Ves este espiral con final apuntando hacia la derecha? –se esmeraba en explicar la vidente ante la mirada incrédula de su la visitante- Te obsesiona alguien ausente…
-Ajá -murmuró Juliana con un escepticismo intencional, que sin embargo no quebrantó la serenidad ni la concentración de la vidente.
-Esto de acá es un túnel –murmuró- Se acerca un encuentro inesperado, aunque…

La Turca, como le decía Carmen, se enderezó en la silla y volvió a mirar dentro de la taza entrecerrando los párpados bordeados por unas pestañas inmensas y negras. Los grumos escurridos, amontonados, desparramados de café hacían figuras de todas clases. Tras una pausa levantó la vista y fijó sus ojos en la esquiva mirada de Juliana.

-¿A quién estás buscando niña? –dijo arqueando la ceja izquierda.
-No lo sé, dígamelo usted -soltó ella con un tono casi de burla, lo que terminó por desatar el disgusto de Carmen, su amiga, confidente y autora intelectual de la visita a La Turca. Hasta ese momento Carmen se había mantenido en silencio, reprimiendo su incomodidad por la actitud de Juliana pero esto fue el colmo:
-¡No seas incrédula y sobre todo, no seas grosera! Vámonos. Discúlpala Samira, discúlpame a mí por traerla… Qué vergüenza -masticó entre dientes mientras se ponía de pie.
-Encontrarás lo que necesitas, más no lo que buscas –agregó la mujer de aire místico levantándose de la silla- A veces uno son dos. Está escrito que aquello que Dios une por su voluntad, aún antes de ver la luz, el hombre no puede separarlo sino con la muerte- La Turca hizo otra pausa mientras Carmen tomaba del brazo a Juliana y la levantaba de la silla.

A estas alturas Juliana estaba a punto de soltar la carcajada y no atendía a las palabras de Samira, quien por cierto no era turca sino nacida en Líbano, pero para Carmen no había ninguna diferencia: “Toda esa gente –decía- tiene un aire místico, un no se qué en la mirada, como si vieran más allá de la vida y la muerte”. Por eso la bautizó La Turca, y desde que le predijo que se casaría con un hombre rico antes de los 28 años, Carmen le tomó fe. Por eso, cansada de ver a Juliana buscando “a su otra mitad”, como decía ella, le insistió y le insistió hasta que por fin aceptó venir a verla. Ahora se sentía completamente arrepentida por la actitud de su amiga.

-Tienes que estar atenta a las señales niña –dijo la adivina ya desde la puerta de la casa en Colinas de Los Ruices-. Dentro de siete semanas abre tus sentidos. Alguien que te quiere te ayuda. Mira a los ojos, observa con atención.

Mientras caminaban hasta la parada del autobús, Carmen no le habló a Juliana, que por el contrario iba repitiendo con sarcasmo algunas de las predicciones de Samira. Detrás de ellas se iba alejando el cerro El Ávila cuya cima quedó parcialmente cubierta por una nube alargada y blanca desde la urbanización El Marqués hasta donde alcanzaba la vista.

Capítulo 2

Blanco

Yo sé que estás en alguna parte, buscándome también. Lo siento. A veces te busco en las miradas perdidas en la estación del Metro, en el tumulto del centro comercial, a veces espero encontrarte en alguna clase de la universidad o un viernes por la tarde recostado de uno de los apamates en Tierra de Nadie, ese jardín-limbo cerca del rectorado. Quizá cuando deje de buscarte, tú me encontrarás a mí.

¿Y si no te encuentro nunca, y si mi destino es estar sola, y si nunca tendré hijos? ¡Por Dios Juliana deja las idioteces mija! ¿No tienes nada mejor que hacer? Apúrate que vas a llegar tarde a la entrevista para la pasantía.

¿Será que Carmen tiene razón, que lo que me falta es un poco de guía cósmica?... ¡Ah vaina mijta, bien bueno pues! ¿Le vas a parar a Carmen y a sus vainas de tarot, del café y guevonadas de esas? ¿Pa´ que vas a la universidad entonces y pa´ que tanta leedera de libros?

Pero la verdad es que me dio curiosidad, no porque crea que la mujer me dijo algo que tuviera sentido, es decir, ese guioncito de que “estas buscando a alguien” con aquel tono de misterio… ay sí, seguro que soy la primera que va a ver a la turca esa y que está pensando en encontrar a alguien. Eso no tiene ningún mérito.

¿Qué diría mi papá si se entera? Ese ni siquiera sabe que las revistas traen un horóscopo porque “el destino se lo hace uno mismo todos los días”.

Se me está acabando mi champú, de verdad que ojalá en ese periódico paguen la pasantía para comprarme mis cosas, aunque sea mi jabón y mis vainitas y no tener que pedir para todo a papá, ya me da pena la vaina.

Quisiera quedarme bajo la ducha una hora sin pensar más, o mejor dicho, pensando en cómo serás, en dónde estarás… Si alguien me preguntara cómo te imagino yo diría cabello oscuro como el mío, los ojos negros, sonrisa sincera, deportista y más alto que yo ¡eso sí! Nada de bajito rechoncho que va.

-¡Juliana Montes, sal del baño mi amor que van a cortar el agua y yo no me he bañado hija!

Capítulo 3

Verde



Juliana no llevaba la cuenta pero Carmen sí y se había ocupado de ponerle una alarma en el celular: “ABRE LOS OJOS. BUSCA TU SEÑAL. HOY ES EL DÍA”.

Al leerlo le dio risa, pero de súbito la invadió esa misma sensación a la que se había acostumbrado de tanto lidiar con ella. Era una sensación de vacío que la asaltaba desde niña, sólo que en aquel entonces no lo sabía explicar y la única forma que encontraba de expresarlo era a través del llanto. Todo comenzó desde la primera noche que durmió sin su hermano, cuando tenía apenas un año. Se despertaba sobresaltada y la única forma de volverse a dormir era en los brazos de su papá. Él le daba té de miel antes de que se acostara, le ponía música suave, le permitía tener una lamparita siempre encendida. Sabía en su corazón que no era el típico miedo infantil a la oscuridad y era paciente con ella.

Cuando entró en la adolescencia ella misma bautizó ese estado de ansiedad con el nombre de “incompletud” y había aprendido a drenar o a llenar ese espacio incompleto de su corazón con la música. Tocaba la guitarra, entró al coro del colegio y era voluntaria en un preescolar donde enseñaban música a los niños pequeños. Le encantaba Ricardo Montaner y Franco de Vita. Carmen, su vecina y amiga desde que se llegó con su papá a Caracas, la molestaba: “¡Chama, tú si eres cursi de verdad! Escucha a ´gons-an-rouses´ eso si es verdadera música” le reclamaba con la convicción de un predicador.

Como cada mañana Juliana se asomó por la ventana para respirar el aire que descendía de El Ávila verde, siempre verde. Ese día el cerro se sentía más imponente que de costumbre. Aunque ya tenía 22 años, preservaba algunas costumbres de su adolescencia e infancia. Le gustaba por ejemplo descifrar las nubes. Era un juego que solía disfrutar con su papá y que consistía en identificar las figuras que formaban las nubes en el cielo e inventarse historias fantásticas.

Se quedó mirando con paciencia como la brisa y la luz del sol moldeaban lentamente una nube muy gorda y esponjada hasta que la convirtieron en un número 2. Le pareció casi extraordinario porque casi nunca se formaban números. Se dio vuelta para sacar el celular del bolso y tomarle una foto para mostrársela luego a su papá, pero mientras lo encontraba y lo encendía, la misma brisa y el mismo sol habían comenzado ya a deshacerlo.

Juliana se resignó y comenzó a buscar la ropa que usaría. Tenía en mente ponerse un pulóver de rombos viejísimo que le había visto a su papá hacía un par de días en unas fotos viejas. Él  tenía el hábito de darle a ciertos objetos un valor particular asociado a una época. Podía ser un par de anteojos de cuando comenzó la universidad, los zapatos que llevaba el día de su casamiento, el corbatín que su papá le regaló para que hiciera la primera comunión. Cosas insólitas e inútiles. Juliana no entendía el para qué de esa actitud. Ella por el contrario regalaba todo lo que había cumplido su misión y ya no le era útil. Muchas de esas cosas iban a parar al orfanato que quedaba cerca de su casa: juguetes en perfecto estado, libros escolares que lucían como nuevos, ropa usada pero reutilizable.

Le preguntó a su papá si aún guardaba el pulóver que llevaba en la foto y este le dijo que sí. “¿Y qué fecha memorable preserva ese pulóver papá?” preguntó. Él cogió un poco de aire, como quien busca una excusa para no responder de inmediato con la primera verdad que viene a la cabeza, miró la foto con nostalgia y abrazó a su hija. “Lo tenía puesto el día de tu bautizo”. Se puso de pie y se fue a la cocina en silencio.

Ella entendió que no debía seguir preguntando y no lo hizo. Conocía tanto a su padre que sabía que éste había recordado otro momento distinto al bautizo: el día del accidente donde habían muerto su mamá y su hermano mayor. Sabía que apenas su papá supo del hecho abandonó Cabudare en el estado Lara con rumbo a otra parte, lejos del dolor. Sabía que el shock para su papá fue tan grande que no fue a reconocer los cadáveres, ni asistió al entierro. Sabía que su papá no sólo no volvió a hablar con la madre y la hermana de su esposa muerta, sino que se hizo inubicable para aquella familia. Quiso borrar ese pasado y empezar desde cero con su hija en una ciudad diferente. Y lo hizo.

Luego de remover el contenido de un par de cajas en el cuarto de servicio lo encontró. Al sacarlo un sobrecito amarillento cayó al piso. Dentro había una especie de mensaje con el sello de los servicios postales, con un formato que no había visto antes pero que de inmediato asoció con esa forma de enviarse mensajes urgentes que usaban los abuelos y quizá algunos papás cuando jóvenes, un telegrama. Le causó gracia. En el encabezado los nombres de sus padres, uno remitente, el otro destinatario, la ciudad de envío, la fecha, la hora, el mensaje: “No aguanté hasta tu regreso. No es uno, son dos. Te amo”.

En la ventana la brisa convirtió aquel cúmulo de aire y vapor de agua condensado en una línea sinuosa, horizontal que se fue estirando y estirando hasta desvanecerse. Mezcla de desgracias y grandes dichas, habría dicho sin duda La Turca si una forma como esa hubiera aparecido en la borra del café.

Capítulo 4

Amarillo



La estación del Metro de Chacaito estaba llena a reventar. En ambos andenes la gente de la primera fila hacía equilibrio para mantenerse detrás de la raya amarilla que la separaba de los rieles. Juliana pensó que habría retraso, una mala noticia para cualquier usuario del subterráneo que tuviera la necesidad de llegar a alguna parte en un tiempo determinado. En efecto chequeando en Twitter leyó:

@caracasmetro: servicio con lentitud en la línea 1 desde las 7:00am. Parece que un tren con fallas en Dos Caminos causó retraso

Se fue colando hasta ponerse entre los primeros de la fila de espera porque necesitaba irse cuanto antes. Un tren vacío llegó del otro lado, cargó a todos los pasajeros que se agolpaban a lo largo del andén en sus tres metros de ancho y partió en tiempo mínimo. El tumulto sólo había dejado una gorra tirada en el suelo. Poco a poco se fue llenando otra vez: un viejito con un bastón, una mujer con unos morochitos –uno en cada mano- como de cinco años de edad, algunos estudiantes de bachillerato.

Quiso hacerle señas a la mujer para que tomara la gorra del suelo, pero la vio tan ocupada tratando de controlar a los dos muchachitos que desistió. Los niños por su parte parecían coordinar sus movimientos para mantener en tensión a la pobre mujer: uno se agachaba y el otro saltaba, uno hablaba y el otro se reía, uno la tiraba del brazo hacia la izquierda y el otro hacia la derecha. Nada más verlos era agotador.

En esas estaba cuando un muchacho pasó por detrás a la mujer y siguió caminando en dirección a la gorra. Era delgado, pero no flaco, blanco, su cabello era rizado negro y lo tenía un poco largo. “David Bisbal pero criollo”, pensó Juliana al verlo. Llevaba audífonos puestos, un jean y una camisa de mangas largas a cuadros arremangada hasta el antebrazo.

Le pasó por un lado a la gorra y dio tres pasos más pero se detuvo en seco y se devolvió. Miro hacia los lados, miró a Juliana que estaba casi frente a él del otro lado de las vías del tren, recogió la gorra, la sacudió, se la puso y le devolvió la mirada con un gesto cómplice que incluía sonrisa y guiño.

Ella sintió que algo la golpeó desde adentro. Como si el corazón que no latía desde hacía unos cuantos segundos de pronto se acordó de latir de nuevo: “¡pum!”.

Un tren entró en la estación del lado donde aguardaba Juliana, pero ella no subió al vagón. Sin darse cuenta cómo, logró salir ilesa del brutal forcejeo entre la gente que hace rato olvidó aquel lema de “dejar salir es entrar más rápido”. Todos quieren entrar y salir a la vez. El tren se fue y ella ahí parada en el andén se encontró pensando de nuevo en las líneas del café, en las palabras de La Turca, en la nube en forma de 2.

El chico también seguía al otro lado del andén cuando el tren se fue. Se había recostado de la pared y parecía distraído leyendo un panfleto de esos que entregan en las entradas de las estaciones.

Juliana se dio media vuelta, dio unos pasos, caminó más rápido, subió las escaleras casi corriendo, cruzó la estación y bajó por el otro lado justo a tiempo para montarse en el tren que acababa de llegar y donde él también se subió, aunque en otro vagón.

Recorrió el vagón apresurada en dirección contraria al desplazamiento del tren, abriéndose paso entre las personas apiñadas. Llegó al extremo, se bajó en la siguiente estación e intentó ubicarlo entre la gente que desembarcaba. Cuando sonó la señal, de nuevo sin pensarlo, se subió al otro vagón.

Dentro estaba fresco, una novedad en el subterráneo caraqueño, pero ella no lo notó, afanada como estaba buscando la gorra azul. Un hombre leía el periódico mientras una mujer que estaba a su lado se empeñaba en leer la contraportada. Una gorda con una bolsa gigante impedía transitar por el pasillo. Un bebé lloraba. Otra mujer logró que alguien le diera el puesto al verla batallando con una niña y un niño, “ah, los morochitos del andén” pensó. Por fin lo vio.

Estaba recostado de una de las puertas. Cuando el conductor anunció la siguiente parada, se giró hacia la izquierda dándole la espalda a Juliana que ahora estaba a escasos centímetros. En la parte de atrás de la gorra había un número 2 en letras blancas.

Él se bajó en la estación Capitolio. Aunque no parecía tener prisa, sus pasos eran largos quizá por su estatura. Juliana lo siguió guardando cierta distancia, suficiente para no perderlo de vista entre la muchedumbre.